En compañía de las ondas

01.11.2017 15:13

Internet no ha podido con ella. Ha liquidado, o está en proceso de liquidar, según los casos, a la televisión, que ha quedado obsoleta ya no sólo por su tendenciosidad, intencionalidad ideológica o, directamente, sus nefastos contenidos -que también, por supuesto-; sino por no ser capaces de conectar de una manera más cercana con un público al que ya no comprenden. Internet también se ha llevado por delante, y en este caso de manera absolutamente apabullante, a los medios de prensa escrita. Volveré a este tema por otros derroteros, pero baste decir que, cuando trabajaba con mi padre, repartíamos miles de periódicos en un barrio de Barcelona que se vendían casi en su totalidad. A fecha actual, se reparten cientos y se devuelven cientos. Los tienen que regalar, porque nadie los compra. El papel escrito permite la reflexión y la notica sopesada, es cierto, pero la gran mayoría de la población busca la inmediatez de Internet, pese a su falta de profundidad. La Ley del Mínimo Esfuerzo, en efecto, ha ganado a la imprenta de periódicos tradiciones, que se ha visto obligados a competir en un terreno que no acaban de comprender. Pero no. No ha podido con ella. La radio continúa formando parte inseparable de la vida de mucha gente y, frente a Internet, ha sabido reformularse mediante los podcast. Ha encontrado la fórmula o, mejor dicho, se ha reformulado a sí misma al son de los nuevos tiempos. Ha sabido renovarse sin perderse por el camino.

Los medios de comunicación, en definitiva, han cambiado. Ahora ya no compramos una revista, consumimos las mismas payasadas que habitualmente adquiríamos a tanto el precio, pero a través de plataformas online gratuitas que recurren a estrategias de marketing para llamar tu atención; y cobrarte de otros modos indirectos, claro. Todos las conocemos: el click bait, el titular tendencioso o amarillista que nada tiene que ver con el contenido, cuyo único objetivo es ganar visitas; o el vídeo corto que alquila tu atención con lugares comunes y que te cuela un anuncio de dentífrico a los 10 segundos de reproducción. El uso de tus pasiones para propiciar la fácil y rápida generación de beneficios pecuniarios, más que para la información o el entretenimiento. Tú dale clic al link, dame visitas. Mira el vídeo, trágate el anuncio, que a mí no me importa que te comas esa algarroba podrida que finalmente he puesto en tu plato frente a la promesa de caviar iraní. Televisión y prensa escrita han caído en esta trampa, lo cual les ha repercutido muy positivamente a nivel económico, pero ha realizado un craso favor a su objetivo real. Sin embargo, la radio en directo o en formato podcast, no ha caído en estas prácticas inmorales. Quizás porque no puede, pero ese es un hecho indiscutible.

La radio siempre ha tenido algo más. Un elemento adicional del que adolecían otras plataformas, pese a sus especialidades frente a la radio que pudieran darle ventaja objetiva: la intimidad. Sí, la televisión añade imagen y vídeo al sonido, pero este formato exige una serie de condicionantes que te alejan de los conductores de los programas de televisión: fanfarria, ovaciones, público, contenido promiscuo, una suerte de espectáculo circense que entretiene pero que no te cala hasta los huesos; sólo te moja la epidermis. La prensa escrita, por otro lado, gana en profundidad de análisis y en profusión de noticias. Ni voz ni sonido: letra. Mucha letra. Y la letra, a veces, es fría. Un periódico no es una novela, tampoco te llega al corazón: informa, da datos, ofrece análisis completos. Pero más allá de la tinta en las manos y del agradable olor del periódico recién impreso (esto es algo personal, que, como ya he dicho, desarrollaré posteriormente), su inmediatez es limitada y nos exige demasiada atención. La radio es diferente. Te informa, sí, pero te lo explica con voz cálida. Te entretiene, por supuesto, pero sin demasiado espectáculo; pues sólo dispone de sonido, por lo que exige más a sus productores y locutores. Te exige atención, no cabe duda, pero te permite dejarte llevar por las ondas; te permite oír, en lugar de escuchar, y saber que no estás sólo. Te acompaña. Te proporciona intimidad.

Mi relación con la radio, como todo en la vida, se inicia en mi más temprana infancia. Yo siempre había tenido un transistor en mi habitación, como buen melómano, y ya de pequeño me quedaba enganchado a la radio en cuanto tenía ocasión. En aquellos tiempos yo no buscaba ni quería que nadie me pegara el rollo, sino que quería música, música y más música. Y con mi cinta de cassete, iba grabando las canciones que más me gustaban para luego dedicarme a bailar solo en mi habitación. Nunca he sido un gran bailarín, lo reconozco, pero me daba igual, como me da igual ahora y me seguirá importando un rábano. El cuerpo me pedía seguir el ritmo de la música. Y ella siempre me alegraba los días, fueran como fueran, estuviera como estuviera. Como veréis, tampoco he cambiado mucho.

No obstante lo anterior, mi relación con la radio hablada, más que musical, y por tanto con ese elemento de intimidad, comenzó con Gemma Nierga y con su programa de Parlar per Parlar (Hablar por Hablar en catalán). Y todo fue gracias a un profesor de sexto de Primaria. No sé a cuento de qué ni el contexto concreto, pero el hecho cierto es que, en mitad de una clase de lengua, nos comenzó a explicar algo sobre un programa de radio que, de madrugada, se emitía en la Cadena Ser y que consistía, sencillamente, en personas que llamaban a la locutora y les explicaban cualquier cosa. Imagino que sería algo relacionado con los conceptos lingüísticos de receptor, emisor y mensaje. El caso es que no explicó que Gemma Nierga apenas participaba. Les dejaba hablar. Les escuchaba, por disparatado que fuera el relato del oyente que, a las tres de la mañana, llamaba a la radio. No les juzgaba. Les ayudaba, aunque sólo fuera por ofrecerles un espacio en el que desahogarse. Me llamó poderosamente la atención. Y ese mismo día, por la noche, me puse la radio. Esperé hasta la una de la mañana escuchando El Larguero de José Ramón de la Morena hasta que apareció la ya mítica sinfonía del Parlar per Parlar. Y ahí comenzó mi relación con Gemma Nierga y, posteriormente, con Fina Rodríguez. Me acurrucaba en la cama y, con un aura mística, escuchaba los relatos de los oyentes, que tanto reían como lloraban, que compartían problemas que yo, en mi tierna niñez, ni sabía que existían. Y ahí es donde descubrí la importancia de ese elemento que otorga ese plus valor a la radio: ofrecer compañía. Los oyentes tenían a Gemma Nierga y yo los tenía a ambos. Dejé de sentirme solo en las noches de insomnio.

Y todo ello alcanzó una nueva dimensión cuando, ya con 14 años, comencé a trabajar con mi padre. Os pongo en situación. Mi padre, que en paz descanse, pues paz no tuvo en vida, se levantaba cada día a las 2:00h de la mañana para que todo el mundo tuviera su periódico de prensa escrita por la mañana y se pudiera informar mientras tomaba café. Ello representaba coger una furgoneta de tamaño medio, ir a la imprenta, cargar los periódicos y proceder a su reparto de 4:00h a 6:00h de la mañana en el barcelonés barrio del Camp del Arpa. Desde La Vanguardia a El Mundo, pasando por la prensa deportiva, repartía toda la prensa a excepción de la propia del Grupo Zeta. Posteriormente, realizaba una segunda vuelta, a partir de las 7:00h en la que procedía a la recogida de la devolución; esto es, recogía los periódicos que no se habían vendido el día anterior para devolverlos a imprenta y proceder a su destrucción y reciclaje. En función del día, en esta segunda vuelta se repartían las promociones; esto es, verbigracia, la cubertería que regalaba La Vanguardia, las revistas dominicales, entre otros productos de venta en kioscos. Una jornada laboral de 12 horas, en definitiva, donde la soledad era tu única compañera y donde el frío, la lluvia, la nieve, las condiciones laborales adversas, los robos e incluso la enfermedad no remunerada aparecían como francotiradores furtivos en el momento menos pensado. Era un trabajo duro, hosco, poco agradecido; pero era lo que había. Y yo, con el objeto de ganarme un sueldo para gastarme en videojuegos, chucherías y tabaco, tomé la decisión de acompañarlo durante los meses de junio y julio de los años 1999 a 2004.

 

Mi primera experiencia laboral fue dura. Muy dura. Pero más duro fue comprobar el plato que se comía mi padre cada madrugada para que pudiéramos subsistir. Sé que él agradecía mucho mi compañía, y yo la suya, y a nivel personal la experiencia fue muy enriquecedora a nivel paternofilial, pues conecté con mi padre mucho más allá de lo que muchas personas lo llegan a hacer en su vida. Y él siempre intentaba hacerme la jornada laboral lo más fácil posible. Pero aprendí mucho. Aprendí lo que es la desesperación cuando tenías que repartir ante el diluvio universal y acababas empapado hasta los huesos. Aprendí lo que es el sueño cuando se te aferra como una fiera y no te deja ni pensar. Aprendí a valorar los pequeños detalles, como el café de cinco minutos para recuperar fuerzas o la posibilidad de tener el diario antes que nadie en las manos. Aprendí, en definitiva, y como dice el refrán, lo que vale un real. Pero también comprobé otra cosa. En la oscura soledad de la madrugada a la intemperie, mi padre siempre estaba acompañado de una voz radiofónica. Igual que hacía yo en mis noches de insomnio.

Camioneros, taxistas, transportistas. Hombres solitarios, aunque tengan familia que les espera en casa. El trabajo puede ser duro, pero lo que más mina la moral de un hombre es la soledad. Y ese hilo de voz que les acompaña durante toda la jornada laboral les hace un poco menos solitarios. Un poco más humanos en la inhumanidad de determinados trabajos. Las bromas radiofónicas, las energías de los locutores, las noticias comentadas, los relatos ocultos que nadie escucha, los testimonios que sólo emergen de noche, esa voz profunda de un varón o esa voz amable de una mujer cuyo timbre es como un bálsamo, por dura que sea la situación que estés viviendo. Todo ello ofrece una madera flotante a la que aferrarse en el basto océano. Una mano a la que cogerte. Y esas son cosas que sólo aprendes cuando las has vivido.

Mi padre siempre intercalaba la Cadena Ser con Cadena 100. Durante aquellos veranos agotadores que viví junto a él en la Mercedes Splinter repartiendo prensa, nunca nos abandonaron. Iñaki Gabilondo en el Hoy por Hoy de Cadena Ser, por las mañanas, nos ofrecía noticias, comentarios y tertulias que nos hacían discutir habitualmente, pues en política pocas veces estábamos de acuerdo, pero el tiempo volaba y el trabajo se hacía mucho más llevadero. Previamente, de madrugada, también en la Cadena Ser, habíamos escuchado historias de terror y relatos radiofónicos tras escuchar, por supuesto, el programa de Hablar por Hablar, que en aquella época ya era dirigido por Fina Rodríguez. En ocasiones, cuando queríamos un contenido algo más desenfadado, escuchábamos a La Jungla de Alfonso Arús en Cadena 100. Y así nos pasaban las largas mañanas de trabajo enganchados a la radio. Cuando parábamos en un punto de reparto para hacer la entrega de la prensa, a veces iba corriendo con los paquetes que se me caían para no perder el hilo de la conversación radiofónica. O aparcábamos y nos quedábamos escuchando unos interesantes testimonios totalmente callados, pendientes de la radio, sin que importara nada más. O reíamos hasta las lágrimas por alguna broma, ya fuera una llamada telefónica o un chiste del propio locutor. Daría cualquier cosa por volver a aquellos tiempos, por duros que fueran.

Posteriormente, mi amor por la radio no hizo sino aumentar. Mis noches de insomnio, que en mi etapa adolescente eran muy frecuentes, como lo fueron en mi infancia, nunca me hicieron desfallecer o volverme loco. Al revés. Era la excusa perfecta para ponerme la radio y dejar que volara mi imaginación. Recuerdo estar acurrucado entre las sábanas con una radio de bolsillo y unos cascos, sabiéndome acompañado. Y acababa dormido. Que digo dormido, absolutamente frito. Era como si me contaran un cuento. Pese a la montaña rusa pasional de mi adolescencia; es decir, pese a los sinsabores, desatinos o alegrías, con motivo o sin él, siempre tenía un puerto en el que amarrar mi perdida barcaza.

Con el paso del tiempo, descubrí programas que me fascinaban, todos nocturnos, pero que no podía escuchar completos porque, de lo contrario, al día siguiente no era capaz de levantarme de la cama. Internet me dio la solución: programas de radio grabados en mp3. Ya no dependería de horarios, sino que podría escuchar lo que quisiera cuando quisiera. Me introduje en el concepto de los podcast antes de que se hicieran tan habituales como hoy en día, vamos. Así comencé a bajarme los programas del programa radiofónico Sexta Dimensión de Radio Nacional de España y a pasar miedo con tertulias sobre psicofonías, fantasmas, espectros y experiencias paranormales bajo la dirección de Santiago Vázquez. Y, a mediados del año 2006, descubrí el programa de radio supremo: La Rosa de los Vientos de Onda Cero, dirigido y presentado por Juan Antonio Cebrián. Historia, actualidad, cultura, diversión, gracias a Juan Antonio descubrí el que pasó a ser mi programa de cabecera durante muchos años, incluso después de la trágica muerte de Juan Antonio.

Desde entonces, pasé muchos años escuchando al menos media hora de radio antes de dormir. Me ponía un programa de radio en el mp3, me enchufaba un casco, pues siempre duermo de lado, ponía el temporizador y me dormía escuchando las más fascinantes historias. Incluso llegué a pasar a mp3 entrevistas de televisión para escuchar mientras caminaba por la calle o estaba en el autobús. Entretenimiento y conocimiento en su estado puro en cualquier momento de aburrimiento, insomnio o cansino transporte hacia el colegio, universidad o trabajo.

A fecha actual, mi relación con la radio continúa teniendo una salud de hierro. Soy persona de costumbres e igual que sigo siendo makinero en pleno año 2017, la radio siempre formará parte de mi vida. Hoy en día, disfruto como un bellaco con el Podcast de Hielo y Fuego, dedicado al maravilloso mundo creado por George R.R. Martin y a la serie de televisión de Juego de Tronos. En cuanto a cine, sigo La Órbita de Endor, otro reducto freak dedicado a series, películas y, por supuesto, a todo el mundo que rodea el fenómeno fan que se genera sobre dichos productos. Y, cualquiera lo diría por razón de nuestro antagonismo político, pero por las mañanas, siempre que puedo, escucho a Jordi Basté en su programa matinal de El Mon a RAC1; y es que, aunque no estemos de acuerdo en muchas cosas, Jordi Basté está tan enamorado de la radio como yo, y eso se nota. Por último, por supuesto, continúo escuchando a Juan Antonio, siempre, con sus Historias de la Historia, con sus Monográficos Zona Cero y sus Pasajes del Terror en mp3.

En definitiva, he estado y continúo estando en compañía de las ondas. Como parte activa, mediante mis podcast musicales y mis nuevos podcast dedicados a reflexiones; y como parte pasiva, como oyente y escuchante, como acompañado y no como acompañante, como fiel radioaficionado. Continúo estando en esta posición, como he dicho; posición que se remonta a mi tierna infancia y que, si los oídos me lo permiten, o mejor dicho, hasta que lo permitan mis oídos, continuaré manteniendo hasta que mi corazón deje de latir. Y pase lo que pase, llueva o nieve en este pedregoso camino que es la vida, sabré que no estoy solo mientras un hilo de voz me acompañe. Mientras la radio siga siendo mi fiel compañera.

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