Esos locos peludos

19.01.2017 12:18
Sobre el concepto de la amistad se ha escrito largo y tendido, y no considero tener el nivel de otros autores para pontificar sobre el asunto. Sólo diré que, para mí, es una de las cosas más importantes en esta vida, como lo puede ser el amor de una mujer o el calor de la familia. Somos animales sociales, al cabo, y necesitamos de esta interrelación con nuestros semejantes para sentirnos completos. Interrelación que, en cualquier caso, no resulta exclusiva de nuestra especie, sino que se extiende a otros animales con los que compartimos nuestra vida. Y resulta curioso, pero no encontraremos más fiel amistad que la que recibimos de aquellos animales a los que acogemos en nuestro nido. 
 
Los dimes y diretes de esta vida contemporánea que nos ha tocado en suerte, tan individualista, hipócrita, consumista y traicionera, han corroído en su mismo cimiento las interrelaciones humanas, otorgándole en ocasiones un significado baladí a la palabra amistad. No en vano, con el paso de los años, todo el mundo guarda en su petate muchas decepciones, y reserva su amistad, su verdadera amistad, para muy pocas personas. Acabas huyendo de ese concepto de amistad huero, vacío, vano, que sólo se refiere a un mero compartir intereses comunes en un momento concreto, y regresas al concepto primigenio. Y de ahí que, trascurrida la adolescencia y la juventud, se diga que amigos de verdad se cuentan con los dedos de una mano.
 
Sin embargo, esto no ocurre con aquellos animales que nos ofrecen, como un regalo, su amistad. En su caso, no hay diferentes conceptos, ni motivos ocultos, sino pura y simple fidelidad. No te decepcionan. Les importa un rábano la sociedad individualista, hipócrita, consumista y traicionera; sólo buscan tu cariño, tu compañía y sí, tu comida, que Dios dijo hermanos, pero no primos. Como único pero, pues siempre los hay, debemos señalar que para que esta amistad se desarrolle es preciso que haya rasgos comunes. Difícilmente podemos trabar amistad con un pez, una hormiga o incluso con un lagarto. Doy fe.
Un servidor no tuvo su primera mascota hasta los 11 años. Yo quería un perro, claro está, o un gato, o por lo menos un mamífero, pero me tuve que conformar con una tortuga. Los reptiles por lo general suelen ser animales poco comunicativos y, en el caso de una tortuga, que lleva consigo misma su propio refugio a cuestas, todavía menos, en tanto en cuanto a la que pretendía decirle cualquier cosa, escondía extremidades y cabeza a velocidades relativistas. Así que mi relación con ella, más allá de darle alguna mosca que conseguía cazar viva o dejarla pasear por el jardín de casa de mis padres, era nula, con caparazón de por medio. Me gustaban mucho los animales y concretamente los reptiles, aficionado como era y continúo siendo de los “lagartos terribles”, esto es, de los dinosaurios; pero no había empatía más allá de la que puedes tener sobre cualquier otro animal desconocido. Que sí, que la llamé Metralla (en deferencia a Xavi Metralla, os lo juro) y estaba pendiente de esa maldita tortuga, pero ni ella sentía el más mínimo respeto por mí, cosa que entiendo, ni yo sentía nada profundo hacia ella. Se la quedaron mis tíos cuando se hizo mayor y ya no cabía en el modesto acuario que tenía. Murió hace tiempo. Y me dio igual.
 
Con Metralla fuera de combate (da bum, tss), pasé varios años soñando con tener otra mascota. En casa de mis padres cualquier animal que ensuciara, pudiera ensuciar a nivel general o pudiera llegar a ensuciar en una circunstancia concreta estaba terminantemente prohibido. De nada servía que un servidor se comprometiera a cuidarse muy mucho de que el animal no causara el más mínimo estrago en la impoluta vivienda de mis padres. En ese caso, no era no, y estaba todo dicho. Pero, maldita sea mi calavera, yo siempre he sido hombre de poco respeto a la autoridad, algo apicarado y que tiende a buscar vericuetos para alcanzar sus objetivos; así que un verano, sin pensarlo más, adopté a una cobaya. Mi primer peludo. Con una sonrisa que no me cabía en el rostro y mi flemático roedor en su nueva y flamante jaula, me personé en casa de mis suegros y me hice una foto con esta pequeña cobaya para presentarla en sociedad: Carlos I de España y V de Alemania, de apellido Hevia, para darle más higaldía, si cabe, a su ilustre nombre. Pero claro, no todo fueron campanas al vuelo: Carlos, que pasó a llamarse Carlitos, y posteriormente Litus, era más enfermizo que el tataranieto del personaje al que le debía el nombre, Carlos II de España, el Hechizado, al que ya nos referimos en otro artículo.
Y fue aquí, queridos lectores, cuando empecé a descubrir lo que significa la amistad animal que antes he referido. Cuando empecé a sentir esa empatía singular. A las dos semanas de adoptarlo, fue prácticamente desahuciado, y casi que me dijeron que lo mejor sería dejarlo morir; pero yo, desolado, decidí que no iba a resignarme ni a quedarme de brazos cruzados. Compré pienso para pájaros, que es lo que me recomendaron a tal efecto, y me dediqué a darle ocho jeringuillazos de comida cada cuatro horas durante dos semanas. No sólo sobrevivió, sino que el muy perillán se volvió un glotón. Durante los cuatro años largos de su cómoda vida, pues vivía a cuerpo de Rey, nunca mejor dicho, estuvo a punto de estirar la pata hasta tres veces por una infección de pulmón, un resfriado y una rotura de dentadura, pero luchamos juntos para superar cualquier bache que se presentara. Y cada vez que recuerdo sus ronroneos de placer al acariciarlo, sus histéricos alaridos al escuchar que se abría una bolsa, contuviera acelgas o no, o su mirada tranquila, sosegada, de absoluta pachorra ante cualquier circunstancia, no puedo evitar sentir una sensación muy particular. Era mi amigo, no sólo una mascota que usaba para jugar un rato, como he visto en demasiadas ocasiones en otras personas. Era mi compañero. Mi colega. 
 
Aplicarle la eutanasia, o dormirlo, como se utiliza eufemísticamente en la jerga veterinaria, para quitarle trascendencia al asunto, fue una decisión que tuve que tomar de manera rápida, sin tiempo para arrepentimientos ni momento para lágrimas inoportunas. El pobre Litus se estaba muriendo, sufría mucho y yo lo veía en sus ojos. Yo no quería que se fuese, pero no era momento para egoísmos. Lo llevé a la veterinaria de madrugada, lo acaricié por última vez y le prometí, en un último compadreo entre amigos, que se iba al campo de las eternas acelgas, donde gozaría de su plato favorito para siempre. Y se fue.
 
La experiencia que tuve con Litus, como mi primera mascota mamífera, no la olvidaré nunca. Comprendí que la amistad que atesoras con tu mascota es algo muy singular. Irrompible. Y todo ello se deduce de esos momentos pequeños del día a día en los que siempre está contigo. No puedo evitar sonreír al pensar, por ejemplo, en el día en el que le compré un peluche en forma de conejo para evitar que copulara con los conejos de mi mujer, Sugus y Xela, pues era cobaya propensa al retozo y a la lujuria. No sirvió de nada: agradeció el detalle y se acurrucaba sobre el peluche, pero a la hora del furor púbico, buscaba carne fresca. No obstante, siempre me escuchaba, incluso cuando le decía que para esos menesteres le había comprado el conejo de peluche. Siempre me escuchaba, le dijera lo que me dijera, con su cara porcina de cobaya. Incluso cuando le dije esa estupidez, tan humana, de que tras la muerte gozaría de un campo de eternas acelgas.
Y entonces llegó Nymeria. Mi loca Nymeria. Doña Perruelo, como la llamo de manera cariñosa, pues en el fondo es toda una señorita. La encontramos temblorosa, delgada y sucia en un refugio para perros de Cunit. Lo primero que hizo al salir de su jaula fue sentarse a mi lado, así que podemos decir que fue amor a primera vista. Desde entonces, nuestra amistad y fidelidad es algo que no puede definirse con palabras. Hemos pasado de todo en los dos años largos que Nymeria lleva a mi lado, desde locura y felicidad a momentos de absoluta desazón; en concreto, el que pasamos cuando se nos escapó en las fiestas de Gracia y apareció con un corte mayúsculo en el lomo. Está un poco chiflada, pero imagino que no puedes estar de otro modo si vives con mi mujer y conmigo. O quizás el destino nos unió para que liáramos el pifostio juntos. No sé. Sólo sé que me proporciona una total satisfacción personal cada vez que muerde uno de sus tres cerdos chillones, que constituyen juguete y tortura al mismo tiempo; cada vez que entra en estado de locura al pronunciar la palabra “vamos”, al interpretar que salimos a la calle a hacer daño, que diría SFDK de Wifly; cada vez que me meto en la cama y se tumba a mi lado sólo por recibir su ración de caricias a cambio de calor y unos cuantos lametones; cada vez que corre como si no hubiera un mañana y luego regresa a buscarme, ladrando, como diciendo que qué cojones hago yendo tan lento; o su mirada de felicidad extrema cada vez que llego a casa tras un arduo día de trabajo.
Por eso, y por tantas cosas más que dejo en el tintero, o que no he vivido todavía, considero que la mejor amistad que puedes tener en esta perra vida, valga la expresión, es con un mamífero no humano. La más auténtica. La más real. En este caso, mi razonamiento se suma a mi experiencia, y puedo concluir en ese sentido sin miedo a equivocarme. Y por ello entiendo perfectamente el dolor que se siente al perder a uno de estos peludos. Y por ello siento un fervoroso odio cada vez que observo a gente disfrutando con la tortura de cualquier animal y un odio muy particular, visceral, sobre aquella gente que maltrata o mata a su perro. Si la inocencia tiene un nombre, es el de un perro, o un gato, o un conejo, o una cobaya. Son cabrones, sí, pero por instinto, no por placer; sólo el hombre disfruta de su maldad. 
 
Así las cosas, les dedico este artículo a todos esos locos peludos que alegran la vida de tantas personas. Esos locos peludos, siguiendo con el guiño a la canción de Joan Manuel Serrat, que a menudo se nos parecen, pero que son capaces de sacar lo mejor de nosotros mismos. Esos locos peludos que, con su fiel compañía, con su amistad verdadera, hacen de este mundo decadente un lugar mejor.

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