Mi legado musical: Santana - Europa

07.05.2016 10:23
El simbolismo nos envuelve. Miremos donde miremos, tenemos símbolos, amuletos, reliquias, objetos o comportamientos que, realmente, no tienen más valor que el que nosotros le queramos dar. Miro a mi alrededor, sin moverme de la silla del escritorio, y veo un vaso de cubata con la firma de Frank Traxx. Objetivamente, no es más que plástico con forma cilíndrica manchado de tinta, pero subjetivamente es mucho más que eso. Es una de mis reliquias musicales. Un vaso del Xque? que me firmó uno de los mejores productores de este país en una de las mejores fiestas remembers a las que he asistido. Es un símbolo de lo que fui. Igualmente, miro al lado de mi pantalla, y tengo una figura de un velociraptor con la boca abierta, mirándome fijamente como se quisiera devorarme. Poco podría hacerlo, pues se trata de un ser inanimado y no mide más que una lata de cerveza. Pero simboliza mi infancia, mi amor hacia esos lagartos terribles que me hicieron soñar cuando no era más que un crío. Por otro lado, miro mi mano izquierda. Un anillo. Unos pocos gramos de acero con una fina línea de cerámica; pero simboliza mi matrimonio. Simboliza que me he unido a una persona para recorrer juntos este valle de lágrimas que es la vida. Como he dicho, el simbolismo nos envuelve; y en mi caso, de manera literal.
Algo semejante ocurre con los vinilos. Yo nunca he tenido un reproductor de vinilos, o un tocadiscos, que se decía antiguamente. De hecho, mi faceta como deejay nunca ha excedido de los programas informáticos de mezclas y de las controladoras de mp3, por lo que, en mi caso, poseer un vinilo nunca ha tenido una utilidad práctica. A pesar de ello, hubo una temporada en la que me gastaba el poco dinero que percibía trabajando de teleoperador en discos de vinilo. Algo absurdo, lo sé. ¿Para qué quería discos que no podía reproducir? La respuesta ya os la imaginaréis. Simbolismo. Cada noche, cuando vivía con mis padres, me acostaba contemplando el desastrado vinilo del Chasis - Welcome to the future que adquirí por nada menos que 60 € y que tenía postrado en una estantería. Su tacto, su olor, su misma presencia, me recordaba constantemente lo que soy. Ese disco, como el velociraptor, como el vaso, el anillo, la figurita de Darth Vader que tengo a mi espalda, o cualquier otro de los símbolos que poseo, son pedazos de mí. Pequeños retazos de mi existencia. A un hombre se le conoce por su biblioteca, por la música que escucha y por su relicario particular.
 
Esta pequeña introducción viene a colación del evento que os narraré y que constituye el objeto de este artículo del blog dedicado a mi legado musical. Realmente, a nivel cronológico, este evento tuvo lugar un sábado cualquiera, de una semana cualquiera, de un mes cualquiera del año 2006, por lo que la temporalidad del mismo es completamente irrelevante. El caso es que me encontraba yo en mi habitación haciendo el ganso con el ordenador, como siempre, cuando apareció mi padre con una bolsa polvorienta. “¿Qué demonios es eso?”, pensé, mientras la dejaba encima de la cama. Al echar un rápido vistazo, observé que se trataba de una veintena de viejos vinilos. Mi padre, con una sonrisa divertida en los labios, pues sin mediar palabra había despertado mi interés, me explicó sus intenciones: “Como sé que te gusta mucho la música y tienes la habitación llena de vinilos, quiero hacerte entrega de mis antiguos discos. Yo ya no los escucho, ni tu madre, y tu hermano no los sabría apreciar, así que son tuyos. Considéralo una especie de legado en vida.”. Se sentó en la cama conmigo y me los fue enseñando, contándome anécdotas sobre cada vinilo.
 
A pesar de mis 20 años, y de mi irreverente adolescencia, yo sabía que aquél era un momento muy especial que estaba compartiendo con mi padre. Cada vinilo que caía en mis manos era como un pequeño tesoro que pasaba de sus manos a las mías. De hecho, recuerdo perfectamente que cuando me enseñó el Lucy in the sky with diamonds, y me dijo que el disco estaba muy gastado de haberlo escuchado cientos de veces, le pregunté si sabía el verdadero significado de la canción. Negó con la cabeza, así que, igual que él compartía sus discos conmigo, yo compartí esa información con él: en realidad, el disco era una oda a las drogas, pues su título, Lucy in the Sky with Diamons, no era más que un anagrama del LSD. “Hijos de puta”, me dijo, y nos echamos a reír. Sin embargo, hubo un disco que me hizo dar un respingo. Frenar la sucesión de discos. El Santana – Europa.
 
 
Esto es una puta reliquía, joder”, dije, mientras observaba ese pequeño tesoro de siete pulgadas. Casi que olvidé el resto de discos que me había entregado y los que le faltaban por entregar. Lo contemplé con minuciosidad, lo saboreé con las manos, frágil, pero a la vez tan potente; pequeño, pero a la vez tan mayúsculo. Y fue entonces cuando le di las gracias. De corazón. Gracias por entregarme uno de los mejores discos de todos los tiempos.
Han transcurrido más de diez años desde que este evento tuvo lugar. Y no han transcurrido ni seis meses desde que mi padre se fue de manera repentinita y demasiado temprana. Su legado va mucho más allá de estos vinilos, por supuesto. Su herencia es abundante y no precisamente de bienes materiales. Pero hoy, como casi cada día, me he acordado de él y ha venido esta canción a mi cabeza. He recordado ese día, ese momento que compartimos, y el mundo se ha vuelto menos gris. Y con la guitarra de Carlos Santana llenando el silencio de mi despacho, he pensado que la vida, a veces, nos regala momentos que nadie nos puede arrebatar. Ni siquiera la muerte.

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