El día de la Muerte

01.11.2016 01:39

Si bien entiendo, y respeto, que la gente siga tradiciones, ya sean de nuevo cuño o milenarias, yo siempre me he mostrado reticente a este tipo de eventos y, cada vez más, los aborrezco profundamente. Entiendo, como digo, que las tradiciones son un anclaje cultural esencial en la historia de la Humanidad, pero yo prefiero verlo desde la barrera, analizar su importancia desde fuera, detrás de la ventana, alejado del rebaño. No se trata de una suerte de arrogancia pretenciosa, no, en absoluto. Que cada uno haga lo que quiera. No juzgo. Pero a mí no me pidáis que me coma doce uvas en fin de año convencido de que den suerte, ni me digáis que tengo que demostrarle amor a mi mujer comprando un peluche el día de los enamorados, ni me hagáis darle con un palo a un trozo de tronco para que defeque presentes, ni me exijáis, por supuesto, que visite un cementerio el día 1 de noviembre. Algunas de estas cosas las haré en tanto en cuanto vivo en sociedad y tengo que tolerar ciertas servidumbres, pero no es algo que anhele ni que me apetezca en absoluto. Lo analizaré y comentaré, si me llaman la atención, cual si de un curioso evento se tratase, pero evitaré participar en ellos siempre que pueda.

En cuanto a esta festividad en concreto, que se celebra hoy mismo, sé que durante muchos años he defendido la castañada frente a Halloween; el día de Todos los Santos frente a otras tradiciones que nada tienen que ver conmigo; y es que, en efecto, si se trata de tradiciones, prefiero las que están arraigas a mi tierra que las que han sido importadas de otras culturas. Concededme esta pequeña concesión patriótica. Y es que qué sería el hombre sin contradicciones. Yo las tengo, las acepto y no las oculto. Por ello, aunque yo no siga tradiciones, ni me crea el envoltorio mágico que las rodea, ni participe de ellas, siento cierto respeto hacia las que están arraigadas en mi tierra. Así que sí, odio la tradición de comerse las doce uvas en fin de año, porque ni magia, ni suerte, ni pamplinas -de hecho, su origen es de todo menos mágico: unos agricultores alicantinos tuvieron excedente de uva en el año 1909 y lograron popularizar una costumbre exclusivamente madrileña y burguesa de finales del siglo XIX a toda España-, pero aún así me parece una costumbre simpática y nunca me he negado a realizarla; aunque de vez en cuando cambie las uvas por olivas. Lo odio pero me parece simpático y lo hago. Pequeñas contradicciones.

Puede, y digo puede pues no estoy seguro, y de hecho acabo de caer en la cuenta, de que el hecho de que haga cosas que aborrezco desde una perspectiva intelectual tiene que ver no tanto con el arraigo de la tradición, sino con mi propio arraigo familiar. Volviendo a las jodidas uvas, que me suelen gustar más en estado líquido, dicho sea de paso, siempre he celebrado este evento anual rodeado de mis padres y mi hermano. Ya sea en un restaurante con otros amigos, por todo lo alto, o en la intimidad de nuestra casa, con una escueta cena y una copa de cava, era un momento que compartía con mi familia y que no les podía negar. Así que puede que no sea una contradicción, sino una balanza que se decanta. Una de esas cosas en la vida que se hace por empatía, por sentirse parte de algo más grande que uno mismo.

Y sí, lo mismo puede decirse del día 1 de noviembre. Odio los boniatos, no me gustan los panellets, me gusta comer castañas cuando me apetecen y detesto ir a cualquier cementerio. Pero mañana, quiera o no quiera, sabré que es el día de Todos los Santos. El Día de los Muertos, como se celebra en México, al haber fusionado sus tradiciones ancestrales con las tradiciones exportadas por el Imperio Español. Y sabré que, como todo el mundo, he perdido seres queridos. La Parca se los llevó de manera inexorable, como me llevará a mí algún día, y el hecho de que tengan una festividad propia no responde más que a un anhelo humano tan antiguo como la misma Humanidad: rendir homenaje a aquél que ya no está entre nosotros. Mirar a la muerte a la cara. Decir, alto y claro, que no olvidamos. Que la vida es pasajera y la muerte es la fija, pero la memoria es algo etéreo que pervive.

Yo no pienso ir a ningún cementerio. Ni hoy, ni nunca que pueda, por lo menos de manera voluntaria. No me interesa volver a ver el nicho en el que descansan eternamente mi abuelo y mi padre. Ellos ya no están allí. Huesos, polvo, pino y cemento. Eso ya no es ni mi padre ni mi abuelo. Ellos viven en mi memoria, como en la memoria de la gente que los amaba, y sus restos mortales ya no tienen la menor importancia. Entiendo, como he dicho, que haya gente que necesite ese vínculo terrenal con sus seres queridos. Que necesiten llevarles flores. Hablarles. Visitaros en algún lugar. Pero no es mi caso.

No podré, como he dicho, no pensar en ellos, ni puedo huir de la incidencia que tiene esta tradición en mí. Pero lo que sí puedo es rendirles homenaje a mi propia manera. Desmarcándome. Creando mi propia tradición, si me permitís el atrevimiento. El día 1 de noviembre nos recuerda que somos mortales y nos recuerda a aquellas personas que nos han dejado atrás, pero nosotros, los que nos quedamos, los que tenemos que transitar todavía por este valle de lágrimas al que llamamos vida, tenemos que seguir hacia adelante. Siempre. Es lo que querrían las personas que ya no están.

El show debe continuar. Me lo dijiste el mismo día en el que te ibas de este mundo injusto, Alfredo. No con esas palabras, claro, sino mostrando una sana resignación ante lo inevitable, pues acababas de volver de un entierro. “Es lo que hay, hijo, hay que tirar hacia delante”. Y tenías razón. Siempre la tenías.  The show must go on, que diría tu querido Freddie Mercury. Y que hoy me recuerda a ti.

Y lo hará.

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