Historias de España - ¡Viva la Pepa! (1812) (II)

21.01.2019 20:21

Artículo precedente: Historias de España - ¡Viva la Pepa! (1812) (I)

¿Alguna vez habéis recibido un balonazo en la cabeza? Yo sí, y no pocos. Ya sea en el patio del colegio o en la misma calle, tengo una especie de imán para cualquier elemento esférico que se esté desplazando por el aire. Seguro que os ha pasado. Ya sea en un campo de fútbol o paseando por una plaza donde la clásica advertencia de “prohibido jugar a pelota” tiene el mismo efecto disuasorio que encarar una reyerta a navaja con una cucharilla de postre. Lo que seguramente no sabréis, como también desconozco yo, es que ocurre cuando una esfera de tamaño parecido a un balón, pero compuesta de acero fundido y con un peso de 12 libras (aproximadamente 5 kilos) impacta contra tu cabeza. Os podéis imaginar, por eso, el desastre. Desastre que no sólo ocurriría con la cabeza, o el cuerpo, del que recibiera ese impacto, sino con cualquier elemento arquitectónico que se encontrara en su trayectoria. Y si bien no es lo mismo que una andanada de proyectiles Hispania A-6 desprendidos de la panza de una bandada de Heinkel He 51 en plena Guerra Civil española (1936-1939), los que sufrieron el asedio de Cádiz durante la Guerra de la Independencia Española (1808-1814) no estaban demasiado contentos con esos balones de acero con volea que les mandaba la Selección francesa de la época. Malditos gabachos.

Y es que, claro, cuando eres artillero de profesión y Emperador de Francia en tus tiempos libres, te gusta usar el tirachinas contra tus enemigos en cuanto se te presenta la ocasión. No creo que estuviera en sus planes, por eso, que sus obuses tuvieran que caer sobre Cádiz, teniendo en cuenta que, pocos años antes, su derrotada armada se lamió las heridas en el puerto de esa magnífica ciudad tras ser humillada por los británicos unos pocos kilómetros al sur, ante el Cabo Trafalgar, tras llevar a España a una guerra que ni le iba ni le venía. Nos tenía en el bote, que se suele decir. Al menos, a los que importaban; y principalmente, al servil Godoy. Era cosa hecha: gobernada por inútiles, débil militarmente, repleta de recursos naturales, perfecta para el control del Mediterráneo y el Atlántico… El establecimiento de un estado satélite de Francia en España era casi un imperativo para el artillero corso, que era un estratega brillante. Pero Napoleón no calibró bien las consecuencias de la invasión de España: se olvidó por completo de la feroz resistencia de la población civil. Y el obús, a la larga, le acabó estallando a él.

Acción y reacción, como señalaba en el anterior artículo. La población civil entendió que la entrega de España al hermano de Napoleón tras la rastrera abdicación del abyecto Borbón de turno que nos amargaba la existencia -que no era mal cambio, realmente; cualquier cosa menos el Rey felón- era una absoluta humillación. Vamos, que fue cosa de ego. De tocar demasiado lo que no suena y es blando, para más señas. De cojones, como se suele decir –expresión, ésta, que ha sido acuñada de manera literal por los anglosajones, pues al parecer es algo muy nuestro-. Una afrenta a nuestro honor. Una chulería, al cabo, que se llevó un navajazo en el cuello como reacción. Joder con Newton, cómo se pone a veces con sus reacciones.

Y cuando los franceses se quisieron llevar al jovencísimo infante Francisco de Paula, hermano pequeño de Fernando VII, a Bayona, se montó en Madrid una algarada de las de verdad. Un pifostio morrocotudo. Nada de cuatro niñatos con iPhone haciéndose selfies delante de un contenedor de basura quemado ni unos estudiantes mediocres tirando pintura en la sede del partido político tal o cual mientras la policía mira como si con ellos no fuera la cosa y el charlatán de turno los maneja a su antojo. Nada de eso. Tampoco hubo juegos de colores, corros de la patata, picnics reivindicativos, revoluciones con pantuflas ni airados comentarios en redes sociales. Eran otros tiempos, quizás, más salvajes, en los que la gente se jugaba el físico de verdad y dejaba las payasadas para el siglo XXI. Y es que salir a la calle con una navaja de palmo, el pecho descubierto y mucha mala leche para enfrentarse al mejor ejército del mundo no era ir precisamente a coger flores al campo. Pero eso es lo que hicieron los madrileños aquel fatídico día 2 de mayo de 1808 en el que los españoles dijimos basta al invasor francés: bronca, sucia, callejera, a baldeo limpio en el estómago y a macetazo desde el balcón, aquélla pequeña revolución madrileña, tan sangrienta y española, que duró hasta que los cañones de Monteleón quedaron silenciados para siempre, encendió una chispa que se extendió por todo el territorio nacional como un grito a la insurrección. Y los fusilamientos que tan crudamente inmortalizó Goya, que tuvieron lugar al día siguiente, no hicieron sino aumentar la sensación de agravio, que en ningún momento quedó rebajada, sino al contrario: cada acto de ensañamiento francés no era sino un nuevo y mayor acicate a la ira del español, uno de los afectos humanos que maneja con especial soltura. Que se lo digan a los pobres galos que dieron con sus huesos en la isla de Cabrera.

Pero vamos, no perdamos el hilo. Hay numerosos libros que explican mucho mejor que yo y con mucho más detalle lo que ocurrió en la Villa y Corte de Madrid el día 2 de mayo de 1808. Asimismo, os ahorraré otros detalles militares, sociales y políticos, como los dimes y diretes de las Juntas Centrales que surgieron tras el vacío de poder en España, pues si bien el contexto es importante, y por ello os he fijado un panorama general, nuestro objetivo es Cádiz.

Así que pasamos del sonido de la primera siete muelles que se abrió la mañana del 2 de mayo de 1808 al rumor del mar, el olor del puerto, el piar de las gaviotas y los comentarios de los lugareños que, en la Villa de la Real Isla de León (actual San Fernando), se acababan de enterar de que su población se había convertido, de facto, en la capital de España. Y es que el día 24 de septiembre de 1810 se produjo en el Ayuntamiento de esta localidad la primera reunión de las Cortes Generales y Extraordinarias que, desde ese momento, constituirían el Gobierno provisional de la España no ocupada y se encargarían de brindar al pueblo español, a la postre, su primera Constitución. La expectación era máxima.

El nacimiento de la España que pudo ser y no fue

¡Boom! ¡Zas! ¡Placa! Yo qué sé. Como os he dicho desde el principio, no sé cómo sonaba la artillería francesa del siglo XIX, pero seguro que haría un ruido parecido a cualquiera de las onomatopeyas que he utilizado. Y ésta era la música que oían los diputados que se dirigían cada mañana al Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz, lugar al que se habían trasladado las Cortes Generales y Extraordinarias por el cerco francés a la isla de León. ¡Boom! ¡Zas! ¡Placa! Pedruscos caían sobre Cádiz desde las cercanas localidades de Chiclana de la Frontera, el Puerto Real y El Puerto de Santa María. No se sabía ni dónde, ni cuándo, ni desde qué lugar, pues la ciencia balística no era tan precisa como hoy en día y los franceses bombardeaban más para causar terror o desgastar ánimos que para destruir la ciudad; pero caer, caían, sobre personas, edificios, barcos y calzadas. Te habituabas a ello, imagino. Eran gajes del oficio, pensarían los diputados. Y pese a ello, la Constitución de 1812 (en adelante, CE-1812) estaba en marcha.

 

Para que la reconstrucción de los hechos no sea tan fría e impersonal, veremos el nacimiento de la Constitución de Cádiz desde la piel del catalán D. Felip Aner d'Esteve, diputado electo de la Junta de Superior de Cataluña. Nacido en el año 1781 en la pequeña y preciosa localidad de Aubert, en el Valle de Arán, este joven abogado fue el encargado de redactar las instrucciones que la Junta Superior de Cataluña asignó a los 17 diputados catalanes que participarían en la redacción de la Constitución de Cádiz, de las cuales fue su máximo defensor, por lo que nos dará un punto de vista interesante para comprender nuestro pasado e incluso, por supuesto, nuestro presente; pues de esos polvos vienen estos lodos, que se dice. No disponemos de ningún retrato que nos permita ponerle cara, así que podemos imaginárnoslo de manera absolutamente libre. Licencias narrativas.

Caminando por las calles de Cádiz en dirección al oratorio, Felip renegaba para sus adentros. Un obús francés le había sobrevolado la cabeza esa misma mañana para acabar incrustado en su taberna preferida antes de que tomara su desayuno diario. Ahora, tosiendo y en ayunas, se dirigía a San Felipe Neri, rumiando una de las 261 intervenciones que haría ante las Cortes hasta su fallecimiento. Vuelve la tos. Maldita fiebre amarilla. Lo acabaría matando al año siguiente a la temprana edad de 31 años, pero antes de ello había muchas cosas que hacer. La redacción de las instrucciones catalanas era suya, pero tenía que ser capaz de expresarlo en esos términos: “(…) deben reconocerse las ventajas políticas que resultarían de uniformar la legislación y los derechos de toda las Provincias de la Monarquía (…) pero si no pensare así la pluralidad (…) debe Cataluña no sólo conservar sus privilegios y fueros actuales, sino también recobrar los que disfrutó en el tiempo en que ocupó el Trono Español la augusta casa de Austria; puesto que los incalculables sacrificios que en defensa de la Nación está haciendo, la constituyen bien digna de recobrar sus prerrogativas perdidas (…)”. Grave era el sacrificio que Catalunya había realizado en los últimos dos años en defensa de la soberanía española. Tortosa cayó a principios de año, Tarragona acababa de caer tras un crudo asedio y, ese día 1 de noviembre de 1811, podía decirse que toda Cataluña era francesa. Ya se hablaba de su anexión a Francia. Era terrible. Los diputados comprenderían la pertinencia de la restitución solicitada en caso de que quieran volver al federalismo austracista. Y, en ese caso, el Rey debía olvidar el Decreto de Nueva Planta que instauró su tatarabuelo en pago de la encarnizada lucha catalana en su nombre.

Cabizbajo, por el camino por el que discurre la calle Sacramento con dirección al Oratorio de San Felipe Neri, Felip se encontró con otro diputado catalán que dirigía, de un tiempo a esta parte, la Gaceta de la Regencia de España e Indias (que actualmente se conoce como Boletín Oficial del Estado): el barcelonés D. Antoni Capmany Surís. No tenían demasiado en común, más allá de sus vínculos territoriales. Antoni era liberal moderado, mientras que Felip era más bien conservador. Por otro lado, Felip era defensor de la cultura y la lengua catalana, mientras que Antoni llegó a decir, en unos de sus artículos, que “el catalán era una lengua muerta, anticuada, plebeya y desconocida hasta para los propios catalanes”. Ahí tocaba hueso, el barcelonés. Esta opinión chocaba frontalmente con una de las frases más célebres que pronunció el propio Felip en una intervención de las Cortes: “Nadie es capaz de hacer que los catalanes se olviden de que son catalanes”. Pero, guardándose para sí la opinión personal que le merecería, lo saludó de manera cortés y le invitó a continuar juntos el camino. 

En todo caso, Felip sabía que Antoni era persona ilustrada en extremo y le agradaba el concepto de España que planteó en la publicación El Centinela contra los franceses, emitida tras los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid y dedicada al Lord Henry Holland, Duque de Exeter, cabeza de la Casa Lancaster (que inspiró al personaje de Jaime Lannister en la saga de Canción de Hielo y Fuego): (…)  Nuestra preciosísima libertad está amenazada, la patria corre peligro, y pide defensores: desde hoy todos somos soldados, los unos con la espada, y los otros con la pluma. (...) Debíamos temer que el plan de despotismo que va extendiendo el astuto Bonaparte por la Europa, después de haberle probado bien Francia, vendría a planificarlo en España. A esto llama él regenerar, es decir, civilizar a su manera las naciones, hasta que pierdan su antiguo carácter y la memoria de su libertad. Igualarlo todo, uniformarlo, simplificarlo, organizarlo, son palabras muy lisonjeras para los teóricos, y aún más para los tiranos. (…) ¿Qué sería ya de los Españoles, si no hubiera habido Aragoneses, Valencianos, Murcianos, Andaluces, Asturianos, Gallegos, Extremeños, Catalanes, Castellanos, etc...? Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación, que no conocía nuestro sabio conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas.” Discurso, éste, que venía, a su modo, a ratificar el suyo, y a reforzar una de las propuestas que tenía en mente: proponer la creación de Juntas provinciales que tuvieran cierto poder político, siempre sometidas a las Cortes nacionales. En cuanto a lo de la lengua… ja veurem.

Y así caminaron, los dos, girando a la derecha por la Calle de San José hasta cruzarse con la Calle de Santa Inés, donde les aguardaba el bullicio habitual. Los diputados se encontraban en las inmediaciones de San Felipe Neri, fumando, tomando un refrigerio en una taberna cercana entre agradable parla, entrando y saliendo de la sala principal del Oratorio, enfrascados en intensos debates ante la puerta, observando con poco recato a unas señoras que se asomaban a la ventana de un domicilio de la Calle de San José… Un verdadero hervidero de personas que, pese al asedio, pese a lo grueso del asunto que allí les congregaba, seguían con sus vidas. No obstante, hoy le tocaba intervenir a Felip, por razón de la naturaleza del debate parlamentario que tocaba en suerte ese día 1 de noviembre de 1811, así que no estaba para descaradas señoras ni para debates callejeros. Se despidió cortésmente de Antoni, que ya empezaba a soltar a un grupo de diputados aragoneses su discurso sobre los ociosos castellanos y los dinámicos catalanes, y se dirigió raudo al interior del Oratorio, poniendo pies en polvorosa y mente a trabajar.

 

Pocos pasos antes de cruzar el pórtico lateral que daba acceso a San Felipe Neri, Felip escuchó una explosión seca, grave, amortiguada por cientos de voces, pero perfectamente reconocible. Con ese obús ya había contado siete desde que el sol se alzó por oriente. Cuatro franceses y tres españoles. Los reconocía por el sonido. Este último habría salido del Castillo de Puntales hacia el Puerto Real, con el punto de mira en el Fuerte de San Luís de Trocadero, lugar en el que se apostaba su espejo artillero francés. Todavía estamos aquí, gabachos. Felip deseo que ese obús les hubiera estropeado el desayuno, a estos hideputas, pero no confiaba demasiado en lo que quedaba del ejército español. Hacían lo que podían, que no era poco. Resistían. Sin embargo, no había modo de compararse con el mejor ejército del mundo. No sabía cómo, pues pese a haber sido comisionado de las autoridades militares de Vich, no era ducho en la ciencia de la guerra, pero había que ganar esa guerra. Tenían que ganar esa guerra. Suspiró y entró.

La verdad es que impresionaba. No porque Felip no fuera hombre viajado ni porque no tuviera bagaje arquitectónico, sino porque la fabulosa cúpula ovalada que se contemplaba al alzar la vista revestía de mayor trascendencia, si cabe, lo que allí se bregaba. Eran luminosa, de color vivo, minimalista. Una techumbre digna. No obstante, no podía decirse lo mismo de sus retablos: si bien eran hermosos y representaban pías escenas, cosa que agradaba a Felip, devoto católico, el estilo rococó, barroco y recargado le provocaba incomodidad. Demasiados elementos. Demasiado juntos. Demasiado oro. Demasiada ostentación. Felip prefería las pequeñas pero características iglesias que se encontraban en su tierra, el Valle de Arán; y concretamente la esplendorosa San Clemente de Tahull. El románico, en definitiva. La belleza de lo simple, como la cúpula de San Felipe Neri.

Caminaba entre bancos de feligreses que, a izquierda y derecha del pasillo central, hacían las veces de escaños, cuando se encontró al Presidente de las Cortes, que se dirigía al exterior a informar a los diputados que la sesión parlamentaria iba a dar comienzo a la hora del ángelus; esto es, en escasos minutos. D. Antonio de Larrazábal y Arrivillaga, arzobispo guatemalteco de origen criollo, levantaba sospechas de independentista sudamericano, pero era hombre cabal, muy activo, y tenía tanto derecho como Felip, sin ir más lejos, de defender los intereses de la región española a la que representaba sin que ello significara ninguna suerte de traición a la patria. Bien es cierto que el arzobispo Larrazábal acabaría siendo máximo representante de la independiente República Federal de Centro América a mediados del año 1826, pero su voluntad, ese día del año 1811, nada tenía que ver con el inminente desmoronamiento de la España americana. Los sinsabores de los cinco años de prisión que le impuso Fernando VII por su participación en la CE-1812 quizás sí que tengan algo que ver; pero, en fin, eso todavía es futuro en la línea temporal en la que nos encontramos. Felip lo saludó, se hizo a un lado para que saliera a dar las instrucciones oportunas y ocupó su lugar habitual en el ala derecha del oratorio.

La hora del ángelus llegó con todos los diputados en el interior. “El Ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo. Avemaría.”, comenzaron a rezar al unísono. Todos los españoles, con independencia de su origen, estatus social o manera de pensar, respetaban esta tradición católica; y cada día, a las 12 del mediodía, recitaban esta oración dedicada a la anunciación tras el repicar de las campanas. Felip entonaba sus versos pensando que, en su pequeño pueblo natal, ahora bajo dominio francés, ya no tocaban las campanas cada día. Le invadió cierta ira. Todo el Valle de Arán había sido invadido a principios de 1810 y no sabía absolutamente nada del destino que había deparado a sus familiares ni a su ancestral hogar.  “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.”

Dio comienzo la sesión. Felip estaba algo agitado. No era la primera vez, pero siempre sentía nervios antes de intervenir. No por miedo a hablar ante cientos de prohombres de toda la Nación, ni por una falta de convicción en su discurso, ni siquiera por el hecho de ser consciente de la trascendencia del momento, sino que sentía nervios por no olvidar ningún aspecto fundamental en su discurso. Al cabo, una cosa era equivocarse para con uno mismo y otra muy diferente errar en detrimento de sus representados. La guerra era la clave y tenía que insistir en ello. O se gana o nada de lo que se está haciendo servirá para nada. Más recursos, más hombres. Hay que romper el cerco de la ciudad de Cádiz. Es una absoluta prioridad. Y, por supuesto, las instrucciones de la Junta... Escuchó su nombre. Con aire solemne, se levantó. Y comenzó a hablar.

Y eso es lo que hicieron. Hablar. Debatir. Sesión tras sesión, parlamento tras parlamento, fue cogiendo forma el texto legal que tenía vocación de regular la vida de los 32 millones de almas que poblaban la España de ambos hemisferios (12 millones en Europa y 20 millones en América). ¡Boom! ¡Zas! ¡Placa! La artillería francesa no había cejado en su empeño, pero por cada obús que recibían Cádiz o San Fernando, los valientes defensores del Castillo de Puntales les devolvían la estopa con menos medios pero con la altivez adecuada a los personajes que lo poblaban; y, conociendo el ademán español, no me extrañaría que les compusieran una chirigota a esos franceses que, lejos de su patria, veían impotentes cómo Cádiz creaba, bajo su yugo, “invención más incendiaria del espíritu jacobino”, como diría el propio Karl Marx en un artículo del New York Daily Tribune de 1854, que también añadía: “Examinando, pues, más de cerca la Constitución de 1812, llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, era un producto original de la vida intelectual española que resucitaba las antiguas instituciones nacionales, introducía las reformas reclamadas abiertamente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII y hacia inevitables concesiones a los prejuicios del pueblo.”

18 de marzo de 1812. Felip estaba hecho un despojo. Hacía gala, con demasiada frecuencia, de una tos seca horrible y le costaba conciliar el sueño. La plaga de fiebre amarilla asolaba Cádiz. El cuerpo le pedía salir de allí cuanto antes, pero tenía que rematar la faena. Aquél día era de júbilo. Observó a Antoni Capmany, dentro del Oratorio, visiblemente agotado: había sido uno de los pocos diputados que pidieron enérgicamente la abolición de la Santa Inquisición hasta el último momento, sin haber alcanzado el éxito. Pese a ello, se le venía satisfecho, profiriendo infamias sobre Napoleón, al que llamaba aborto de un islote infame, refiriéndose a Córcega. Antonio de Larrazábal y Arrivillaga paseaba absorto en sus pensamientos, habiendo cedido la Presidencia de las Cortes meses atrás. A lo lejos, vio a José Mejía Lequerica, con el que había trabado notoria amistad: hombre luminoso, viajado, representante de Ecuador, celebérrimo orador y persona culta donde las hubiera. Célebre había sido su discurso en defensa de la igualdad entre todos los españoles, que empezaba del siguiente modo: “Todos los españoles de ambos hemisferios componemos un solo cuerpo, formando una misma nación; (…) Por lo que a mí toca, creo que el mejor modo de manifestarse españolas nuestras provincias ultramarinas, es permanecer unidas con la libre patria común, que, a manera de un árbol frondoso, extendió sus ramas por esas dilatadas regiones. Y, a decir verdad, la nación española no es más que una gran familia, que, viniéndole estrecho el antiguo mundo, se dilató por los inmensos espacios del nuevo”. Se acercó a él. Quería compartir ese momento.

 

Todos y cada uno de los diputados firman la C-1812 con toda solemnidad. Lo han hecho. Ahora vendría lo más complicado: enviársela a Fernando VII para que la encontrara de su agrado. Empresa, ésta, que daban por hecha, ignorantes en su inocencia de lo que les deparaba ese repugnante monarca que no merecía no ya tan buenos vasallos, como dice el Cantar del Mío Cid, sino siquiera el aire que respiraba. Pero ya tendremos tiempo para la indignación. Con la firma de Joaquín Díaz Caneja, diputado leones, quedó la última mácula de la voluntad soberana sobre el texto original de la Constitución. Y se dictó públicamente el Decreto nº 138:

 

 “La Regencia del Reino se ha servido dirigirme el Decreto que sigue:

                Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía Española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino, nombrada por las Cortes Generales y Extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes han decretado lo siguiente: (…)

                Que se pase a la Regencia del Reino un original de la citada Constitución, firmada por todos los Diputados de Cortes que se hallan presentes; Que disponga inmediatamente se imprima, publique y circule (…).

Y aquí acaba nuestra historia. Bueno, mejor dicho, aquí nos topamos con un punto y aparte. Nuestros ojos en esta narración se cerraron definitivamente en junio de ese mismo año en las costas de Portugal. Lo mismo le ocurrió a Mejía Lequerica en octubre de 1813. Otros diputados tardarían más en morir y tendrían que comprobar cómo su trabajo quedo ninguneado por el "deseado" Monarca. Algunos sufrieron prisión. Otros fueron ejecutados. Pero a ellos le debemos el germen del liberalismo español. A ellos, a su audacia, a su valentía. A aquella Cádiz intelectual, progresista y luminosa que procuró la creación de la Constitución más moderna de su tiempo.

Fijado contexto actual y antecedentes históricos, necesarios para comprender adecuadamente nuestro análisis y tener una viva imagen de territorio, personajes y legislaciones, procederé, ahora sí, al entrar en el contenido de la CE-1812. Pero será en el siguiente capítulo.

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