Recuerdos frente al olvido

13.10.2018 21:56

Sobre el 12 de octubre, como fecha señalada en el calendario, se piensan muchas cosas, se dicen muchas cosas y se hacen otras tantas. En los tres estadios del actuar humano se menoscaba o ensalza este día de octubre con una vehemencia propia de nuestros tiempos; es decir, tecleando en el ordenador de tu casa –con rabia, eso sí- o manifestándose en una gran avenida de una ciudad del primer mundo con la policía protegiéndote y con el estómago lleno. Aquí da lo mismo qué piensas, qué dices o qué haces: en los tres casos eres gilipollas, como buen ciudadano occidental actual. Pero en fin, el caso es que el llamado día de la Hispanidad, que conmemora la llegada de Cristóbal Colón al continente americano en el año 1492, me importa lo mismo que el detrito de una paloma, que suele aunar excremento y orín en un mismo fluido. Un servidor de ustedes, pese a ser agnóstico, descreído y un apóstata contumaz, suele relacionar ese día con la celebración del santo de su santa madre, valga la redundancia. María del Pilar, según el DNI. María de los Pilares, como la llamaba mi padre con cierta sorna. Pili, para el resto del mundo. Hecho nominativo, por cierto, que comparte con mi abuela materna y con la hermana de mi padre. Y con ese tres en raya hemos topado: a comer y beber toca.

Este 2018 no ha sido una excepción. Mi jefa –la de verdad, no la del curro- decidió que lo celebraríamos en mi casa, así que me ha tocado salir a comprar verduras, pescado y cocacola, así como adecentar la cueva, al objeto de preparar el evento. La jornada se ha desarrollado con normalidad: abuela, madre y hermano, arroz mar i muntanya, felicidades por aquí y por allá, chupito y café, potingues olorosos de regalo, etcétera. Yo, que suelo ser algo huraño en reuniones familiares, a la que puedo me esfumo como un villano y me echo una siesta de cojones, dejando a mi mujer a merced de familiares y sobremesas interminables. El karma, algún día, me cobrara esta factura; bueno, o Elisenda, lo que es más probable, pero las comidas familiares suelen ser absurdamente largas y necesito hacer gala de mis mejores dotes escapistas para no caer en el tedio más lacerante.

Al levantarme de la siesta, mi abuela me hizo una pregunta que provocó la ruptura de la cúpula de cristal en la que solemos vivir: “¿Dónde está mi marido?” Puede parecer una pregunta de lo más natural; y así lo sería, de no ser por el hecho de que mi abuelo lleva más de un año muerto. “¿Dónde está Carlos?”, ha vuelto a preguntar. Yo he mirado a mi madre. No sabía qué decirle. He notado una angustia creciente en mi abuela, pues empezaba a notar que algo no encajaba. No ha venido, le ha dicho mi madre. “¿Por qué no ha venido?”, ha preguntado mi abuela, ciertamente extrañada, pues siempre iban juntos a todas partes. Nos hemos vuelto a mirar. Más tarde me han comentado que, mientras yo dormía, mi abuela ha dicho a mi madre que “despertara a Alfredo para que la llevara a casa”. Tampoco ha venido, le había contestado mi madre. Pero el hecho cierto es que Alfredo, mi padre, murió hace tres años, y que se refería a mí. Cristales rotos.

No es la primera vez, claro. Esto viene de lejos. Mi abuelo Carlos nos lo decía muy a menudo y generalmente lo achacábamos a meros despistes de mi abuela. Es que se hace mayor, etcétera. Pero mi abuelo, que estaba muy jodido físicamente pero que mantuvo una lucidez espectacular hasta el día en que su corazón dijo hasta aquí hemos llegado, sabía perfectamente lo que decía. Yo había visto indicios de repetición de frases, preguntas reiterativas que había sido contestadas minutos antes, despistes de nombres, momentos de desubicación, pero hasta esa tarde no había visto en primera persona los devastadores efectos del Alzheimer. Y os aseguro que verlo en una persona tan cercana y querida como mi abuela materna me ha destrozado por dentro. Hacerse mayor es una mierda, como los achaques de la edad y el deterioro físico, pero esto es mucho peor. Es injusto. Y lo he visto en sus ojos atemorizados al no controlar absolutamente nada de lo que le rodea.

Generalmente, los nietos siempre hemos visto a nuestros abuelos en su periodo de senectud. Por supuesto, se trata de una cuestión lógica aplastante, puesto que se producen dos saltos generaciones entre el nieto y el abuelo. Resulta curioso, pero en caso de mis abuelos maternos, la norma se cumple de manera casi matemática: mis abuelos nacieron en 1929 y 1932, respectivamente, teniendo a mi madre en 1959; por lo que prácticamente median los 30 años exactos que se tienen en cuenta a nivel generacional. Mi madre me tuvo con 24 años, lo cual implica una reducción de la cifra, pero el hecho es que, cuando un servidor salió del fuero materno, mis abuelos contaban ya con 56 y 53 primaveras. Ya peinaban canas, que se suele decir. Así que inevitablemente, y si todo seguía un cauce lógico, iban a ser los primeros familiares a los que iba a ver envejecer, sufrir enfermedades derivadas del desgaste físico y finalmente morir. Pero los números, la lógica, los saltos generacionales, los fallos en la renovación celular que conducen al envejecimiento y a la muerte, por mucho que expliquen el fenómeno desde una perspectiva racional, no nos sirven de consuelo ante la fatalidad de presenciar el destino de nuestros allegados.

Por supuesto, a estas alturas de mi vida, estas cosas no me pillan de improviso. Mi abuelo Antonio pasó por un trance físico y mental terrorífico, que no le deseo a nadie, hasta que finalmente pudo descansar. Mi abuelo Carlos pasó por una etapa de concatenación hospitalaria por razón de una retahíla de fallos físicos terminales que su corazón no pudo aguantar. Ayer mismo estuve en el hospital viendo a mi abuela Isabel, que, pese a ser la persona más fuerte y valiente que he conocido y conoceré, empieza a perder las fuerzas. Y mi padre, en fin, qué puedo decir de mi padre. Sufrió pocos minutos, pero más del que se merecía una persona como él. En su caso, no vivió una decadencia larga y pesarosa, pero tampoco vivió la senectud plácida que yo esperaba para él tras tantos años trabajando como un esclavo. Así es la vida, por mucho que intentemos ocultar la enfermedad, el dolor y la muerte. Así que no, no es nuevo para mí. Y por mucho que la repetición de situaciones nos otorgue experiencia vital, la empatía humana y nuestro vínculo con nuestros semejantes no nos reduce el sufrimiento.

Yo, como todo el mundo, recibo estos golpes y los afronto como mejor sé. No hay un modo correcto. Por eso, frente a una situación de esta naturaleza, intento siempre ponerme en la piel de las personas que lo sufren, ya sea en primera o tercera persona, por mucho que sus comportamientos me parezcan incomprensibles. En mi caso, quizás por mi manera de ser, intento acompañar a la persona que se encuentra en ese trance con alegría y humor –sin caer en la frivolidad, se entiende-, porque si morirse o encontrarse sumido en una grave enfermedad no es plato de gusto para nadie, mucho menos lo es afrontarlo con tristeza y agonía. Y si consigo una sonrisa, una mirada cómplice o que compartamos una tontería, sé que he aliviado poco, pero algo, su trance.

Y recuerdo. Me gusta recordar, aunque no lo viviera en primera persona, cuando mis abuelos eran jóvenes. Imaginarlos en su plenitud vital. Pensar en cómo serían con mi edad. Porque creedme, una persona no muere del todo hasta que la olvidan. Y si bien la muerte y el olvido es inevitable, nuestra es la voluntad de poner todo de nuestra parte para plantar cara a estas situaciones, en la medida de lo posible. Al final, es lo que nos queda. La voluntad y el recuerdo.

Mi abuela, por desgracia, está perdiendo precisamente esa facultad. Los recuerdos que a mí me sobran, a ella le faltan. Pero como hechos inmutables que son, al pertenecer al pasado, continúan existiendo, por mucho que no haya nadie que los cuente, que nuestro cerebro no los relacione o que no se hayan transmitido. Transmisión. Ésa es la clave. No sabríamos nada de Aristóteles si no hubiera dejado nada escrito. Y yo no sabría cómo se conocieron mis abuelos maternos si mi abuelo no me lo hubiera explicado. O si no hubiera pasado sus últimos años de su vida escribiendo sin cesar, dejando migas de pan en el camino para que, quien quiera, las recoja. Por eso, mi abuela no sólo nos tiene a nosotros, sus nietos, o a sus hijas; sino que su marido continúa aquí, en forma de papel escrito, para ayudarle a recordar.

Para recordarle, verbigracia, que en un tren que se desplazaba de Córdoba a Sevilla, mi abuelo Carlos le dijo una frase que siempre me ha hecho muchísima gracia, quizás porque me imagino a mí diciéndolo. Y es que hay que tenerlos muy grandes para soltarle a una chica que no conoces de nada, en mitad de un vagón, que “esto sí que es una novia y no lo que yo tengo”. Me imagino a mi abuelo, con su cachondeo andaluz, diciéndole eso a mi abuela, tan recatada, y no puedo evitar reírme. Menudo elemento estaba hecho. En fin, de casta le viene al galgo, al cabo. Y antes de que los piropos se convirtieran en algo políticamente incorrecto y nos dedicáramos a ofendernos con el vuelo de una mosca, la gente se conocía en el tren y se decía estas cosas sin que pasara absolutamente nada. Bueno, sí, tres hijas y siete nietos, pasaron. Y una foto de mis abuelos en la Plaza de España de Sevilla que aúna todos estos recuerdos.

Pero hay cosas que mejor las cuenta mi abuelo en primera persona. Hay cosas que le podremos leer a mi abuela de primera mano para que no olvide. O para que recuerde lo olvidado. Sobre todo, para que, cuando descubra por enésima vez que mi abuelo ya no está, tenga algo a lo que aferrarse. Y ya no sólo por el contenido, sino por la forma. Qué prosa tenía. Yo no dejo de ser un simple aficionado a su lado. Y nadie como él cuenta cómo se casó con mi abuela y vivieron sus primeros años en Barcelona:

Existe una magnífica Iglesia en Córdoba llamada Santa Marina de Aguas Santas, de época fernandina, situada en uno de los barrios de más solera de la ciudad, el Barrio de Los Toreros. En su interior pueden contemplarse elementos protogóticos, mudéjares y tardorománicos de gran belleza. Frente a su fachada principal se extiende la gran plaza homónima, en la cual se encuentra el monumento al torero Manolete. Precisamente en ese templo tuvimos la dicha de casarnos Pilar y yo, el día 9 de marzo de 1958; y recalco la dicha, porque en nuestro matrimonio y posterior descendencia, siempre tuvimos suerte. Jamás nos faltó salud, trabajo, alegría y amor para ir soslayando los avatares que la vida nos fue deparando.

Los dos acordamos casarnos cuanto antes aun careciendo de cosas tan esenciales como son piso, ahorros, enseres, etc. Vivíamos muy separados, residiendo uno en Córdoba y otro en Barcelona. Yo trabajaba fijo en unos almacenes de ropa de la calle de La Boquería, cerca de Las Ramblas, cerca del gran teatro del Liceo y, al menos, podríamos sufragar los gastos de alquiler de vivienda y manutención de ambos. Teníamos entonces mi esposa y yo 25 y 28 años de edad, respectivamente. No es que fuéramos muy mayores, pero tampoco podíamos estar esperando mucho más tiempo, pues llevábamos ya dos años de relaciones.

Pilar tuvo que dejar el trabajo que tenía como funcionaria en la Delegación del estado en Córdoba. Le concedieron la excedencia reglamentaria que mantuvo hasta el año 1986, en que volvió a ingresar en la Delegación Central de Hacienda de Barcelona, donde permaneció hasta su jubilación a los sesenta y cinco años.  Ella se trajo de Córdoba bastante ropa de vestir, sábanas y mantelerías, muchas de ellas confeccionadas con sus propias manos, así como varios regalos de su familia y conocidos.

Yo ya hacía aproximadamente dos años que vivía en Barcelona, a donde llegué el día 5 de julio de 1956; día de San Enrique, por cierto. De momento, vivía en pensiones diferentes y encontré trabajo sin tardar en una cafetería de la misma calle de la misma calle Boquería anteriormente citada. Uno de los clientes asiduos, Enrique, de mi edad más o menos, y que después se hizo buen amigo mío, me decía que cómo estaba de camarero con la cultura y educación que tenía. Sin decirme nada, estuvo hablado con su padre, dueño de los almacenes de ropa de aquella misma calle, para ver si podía colocarme en el negocio. El padre le dijo que quería conocerme antes y que viniera yo a entrevistarme con él. Así lo hice a los pocos días. Llegamos a un acuerdo y entré a trabajar como dependiente. Cuando nos casamos, Pilar estuvo unos meses trabajando también allí mismo de cajera, reemplazando a la titular de dicho puesto, que estaba enferma. Cuando esta señora volvió a ocupar su puesto, Pilar quedó trabajando allí para atender los arreglos que había que hacer a la máquina de coser.

De momento, nos hospedamos algún tiempo en un par de pensiones, donde verdaderamente no nos sentíamos muy a gusto, pero como para nosotros lo importante era estar juntos, todo lo restante era intrascendente y anodino.

A finales de aquel mismo año 1958, Pili, como yo siempre he llamado a mi esposa, tuvo que marchar a Córdoba para ser atendida por su madre, pues hacía varios meses que estaba embarazada y la gestación no le iba muy bien. Tuvo que abandonar su trabajo en los almacenes donde ambos trabajábamos.

El día 4 de febrero de 1959, nació en la bella capital de Córdoba nuestra primera hija, a la que pusimos de nombre María del Pilar, pues tanto mi suegra como mi mujer siempre habían tenido mucha devoción a esta virgen. Todo había ido bien y la madre se fue mejorando gradualmente hasta que a los dos o tres meses, ambas restablecidas, se vinieron a Barcelona.”

Y así narra mi abuelo su llegada a Barcelona, cómo ser buscó la vida en la ciudad, cómo se casó y cómo tuvieron a mi madre, que al parecer se llama como se llama por una virgen, efeméride que yo desconocía. Por supuesto, esto es sólo un pequeño extracto que puedo compartir sin dar nombres y datos personales que no vienen al caso, pero hay cientos de páginas escritas por mi abuelo Carlos que materializan en papel y escritura más de cincuenta años de matrimonio.  Recuerdos que se transmiten. Recuerdos que, aunque el cerebro olvide, están al alcance de la lectura propia o ajena.

Pocas cosas son peores que el olvido. El ajeno o el propio. El social o el personal. Olvidar quién eres, lo que te define como persona, es una de las peores experiencias se pueden sufrir. Y frente a ello, sólo cabe tratar de recordar. Con ayuda, en caso de mi abuela, pero recordar. Recordar quién se ha ido, recordar quién eres, recordar qué has vivido. Recordar para no morir, ni tú, ni el recordado, ni los eventos que marcan nuestra corta existencia. Y recordar con alegría, no con tristeza, angustia o pérdida, pues el que recuerda ha vivido, amado, reído, llorado y llenado su existencia de experiencias que, al cabo, es lo único que nos acaba quedando cuando lo material y físico desaparece. De eso se trata, ¿verdad? No lo olvides nunca, Pilar.

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