Si te recuerdo, es que sigues aquí

28.06.2019 14:21

Recuerdo sus manos. Viejas, arrugadas, con un dedo quebrado por un barreno, pero que aún conservaban el vigor y la fuerza que en su momento empuñaron un rifle. Manos grandes, antaño poderosas. Manos que se habían aferrado a unos barrotes. No hablaba de ello; o, al menos, no explicaba lo que pasó, lo que hizo, lo que le hicieron. Lo que sufrió. Su cuerpo, al cabo, era lo suficientemente elocuente por sí solo para que cualquier observador avezado alcanzara una mínima comprensión de la vida que aquél hombre vivió en sus propias carnes durante la que llamamos Guerra Civil Española y los duros años posteriores: dos tobillos atravesados por una bala; metralla de escopeta en el hombro izquierdo; dos dedos de una mano destrozados; un viejo tatuaje, gris, viejo, descolorido, que todavía mostraba su brazo izquierdo. Y la mirada. Los silencios. Pasó casi cinco años esperando a ser fusilado en un penal de Burgos tras ser detenido por el fascio en su Asturias natal. Cada noche, de cada día, de cada mes, de cada año, sin saber si sería la última vez que vería el sol. Dos de sus hermanos fueron pasados por las armas. Él sobrevivió. Y recuerdo sus manos.

Yo se las cogía muy a menudo. Era mi abuelo. Me sentía bien cuando cogía esas grandes manos y quiero pensar que él, aunque varias embolias y una cruel demencia senil le arrebataran la conciencia al hombre que fue, dejándolo casi en estado vegetal, me sentía y agradecía que su nieto le acompañara en silencio aquellas tardes de sábado que comíamos en su casa. Lejos quedaban su boina gris, su picaya, sus silencios en la playa, aquél yogur que me daba cuando era un mocoso en su pequeño piso del Carmelo. Su sonrisa sincera. Por desgracia para él, pero también para los que queríamos, todo acabó demasiado tarde. Con demasiado dolor, con demasiado sufrimiento. Los hombres de aquella época están hechos de materiales más resistentes que los que nos componen a los contemporáneos, así que el dolor, el sufrimiento, cualquier calamidad, se soportaban con estoicismo y cierta inevitabilidad; pero el adjetivo no anula el sustantivo. El cómo no elimina el qué.

Cabe agradecer que a su lado siempre tuvo a un verdadero elemento de la naturaleza que soportó junto a él su trámite vital y su viacrucis mortal. Un robusto espigón que soportó mareas, oleaje y tormentas de muy diversa condición. Dicen que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, pero en este caso, los conceptos de detrás o adelante carecen de sentido. Eran los dos columnas que mantenían a mi familia paterna. Los dos eran importantes. Y mi abuela era, sin ambages de ningún tipo, una mujer de armas tomar.

Así la recuerdo y así la recordaré, con independencia de las inclemencias físicas que ha tenido que sufrir durante sus últimos dos años de vida, que le impedían casar el verbo ser con el verbo poder. Ella era la mujer más fuerte que he conocido. Y, durante el duro trance de mi abuelo, se mantuvo firme, erguida, con una entereza que sus hijos y nietos desconocemos. Cuando finalmente mi abuelo pudo descansar, cuando su cuerpo, acostumbrado a aguantar, aguantar y aguantar, entendió que ya había sido suficiente, mi abuela mantuvo igualmente la compostura.

Del día del fallecimiento de mi abuelo Antonio recuerdo pocas cosas. Tenía 14 años y hacía meses que quería que dejara de sufrir, aunque nunca lo dijera en voz alta, al temer que se malinterpretara este deseo. Así no es manera de vivir, pensaba. No quería que se muriera, pero quería todavía menos que viviera en el lamentable estado en el que se encontraba su último mes de vida. Por ello, cuando se fue finalmente, sentí alivio; no por mí, sino por él. A mí, el inevitable curso de la vida me había arrebatado sus manos, su picaya y su boina; pero para él, había acabado el sufrimiento. Ya había sido suficiente. Sin embargo, yo era su nieto, no su hijo, y recuerdo de manera vívida y muy clara a mi tío, una de las personas más íntegras que conozco, llorando desconsolado. Mi padre no lo exteriorizaba tanto, pero la procesión, como se dice y como yo sabía, iba por dentro. Igual que mi tía. Los tres hijos lo habían pasado realmente mal y aquel momento fue de catarsis: cada cual reaccionó a su manera. Pero fue mi abuela la que mantuvo la compostura con una entereza absoluta.

Compostura que mantuvo, con gran serenidad, mientras nos acompañó en nuestras vacaciones de verano en Segur de Calafell aquel ya lejano año 1999. Compostura que, finalmente, perdió cuando la apeamos de nuevo en frente de su casa tras haber pasado todo agosto en una burbuja ajena a la dura realidad: se encontraba sola, sin el compañero con el que había recorrido medio siglo de su vida. Pasó el duro trance no de la muerte, sino de la soledad subsiguiente, con dolor, pero con ese estoicismo que siempre informaba sus actuaciones.

Pasaron los años, y yo pasé de venerar a mi abuela desde una perspectiva infantil a admirar la persona que realmente era, más allá del vínculo casi maternal que existía entre los dos. Comencé a sentirme orgulloso de ella como un adulto y con un convencimiento pétreo. Demasiadas mujeres mayores, cuando fallece su marido, se dejan morir, al desaparecer el que culturalmente constituía el motivo de su existencia, que no era otro que servir al hombre y cuidar de sus hijos y nietos. La historia, nos guste, era así. Pero la que no era así era mi abuela. Bueno, en parte lo era, pues le tocó vivir esa época, pero no se resignó a sólo ser eso. Para muestra, un botón de tu vieja bata: Con la voluntad de espíritu que siempre la caracterizaba, se apuntó a un curso de catalán; y con tanto éxito lo acometió, que incluso señoras nacidas en esta tierra, y no en la lejana Asturias, como mi abuela, le acaban copiando en los exámenes, provocando su enfado por lo descarado del asunto. Y es que había señoras mayores que se tomaban esas clases como una manera de pasar el tiempo, pero no mi abuela: ella quería estudiar de verdad. Se lo tomaba en serio. A santo de qué le iban a copiar esas señoras.

Yo me reía mucho con ella. Cuando explicaba estas cosas, no podías evitar sonreír por cómo lo explicaba. De hecho, caías en la cuenta que no se enfadaba de verdad, sino que era una pizca de orgullo que asomaba pese a los años que contaba en su almanaque. Y no era para menos, claro. Sí que es cierto que de vez en cuando nos pedía ayuda a sus nietos, pero no como el niño que te pide que le hagas los deberes, sino como una persona ávida de aprender y, sobre todo, de hacerlo bien. Ella no pudo estudiar en condiciones en su época: cuando era pequeña, iba un hermano al colegio cada día de la semana, alternativamente; así que sus posibilidades habían sido muy limitadas. Lo que no era limitada, sino todo lo contrario, era su inteligencia, así que no le fue difícil aprender con más de 80 años todo lo que le pusieran por delante. Qué hubiera sido de ella si hubiera nacido en otra época…

 

Pero si hablamos de reír a carcajadas, debo recordar cuando, en Porrúa, Asturias, igualmente en vacaciones de verano, la vecina de en frente de la casa que alquilábamos en agosto daba una voz potente e interpeladora hacia mi pobre abuela: “¡Sabeeeeeel!”. Ya está otra vez, decía mientras miraba por la ventana, escondiéndose para que no la viera. “¡Sabeeeeeel!”, volvía a repetir la vecina, de nombre Concepción y con un bigote que competía con el de mi padre. La "i" de Isabel se la dejaba; para qué gastar en la primera vocal si iba a estirar la tercera hasta parecer una sirena de bomberos. No estoy, nos decía mi abuela. Me he ido con las vacas. A mi hermano y a mí nos entraba la risa tonta mientras observábamos desde el visillo, igual que a mi padre, pero a mi abuela en el fondo le sabía mal. Le gustaba pasar ratos con esa señora, pero también estar tranquila, a su aire, leyendo, paseando o jugando a las cartas. Pequeñas anécdotas, al cabo, que descontextualizadas pueden parecer inanes, pero que a mí siempre me arrancan una sonrisa.

Esta anécdota la viví, pero mis tíos siempre recordaban una que ocurrió antes de que yo naciera y que, sin duda, es muy reveladora del tipo de persona que era mi abuela. No recuerdo qué año correría, pero imagináoslo en blanco y negro. Ocurrió en El Corte Inglés o en las antiguas Galerías Preciado, qué sé yo. Lo que sí sé es que mi abuela estaba buscando calcetines para mi abuelo y no encontraba ninguno de su talla. Tampoco era para tanto, no os vayáis a pensar: sería un 46 o un 48. Harta de no encontrar nada, recurrió al mecanismo que siempre utilizaba y que tenía todo el sentido del mundo: preguntar a alguien que supiera más que ella. No obstante, se encontró con un dependiente bastante desagradable que le respondió con una frase que activó el DEFCOM3: “aquí sólo tenemos calcetines para personas”; dando a entender que mi abuelo no lo era al tener unos pies demasiado grandes. Se armó la de Dios es Cristo. Clamó a Santiago y cierra España, con un enojo considerable. El Jefe de Planta no pudo achicar el incendio y tuvo que recurrir a las más altas instancias, que atendieron a mi abuela en otros términos: se disculparon, le encontraron varios pares de calcetines del tamaño requerido y se los regalaron en señal de buena voluntad. Quien no llora no mama, que dice aquél. Una anécdota construmbrista, me diréis, pero que a mí me parece muy simpática y, sobre todo, muy reveladora del poder que había bajo esa mujer pequeña de tamaño, pero gigante de carácter.

Imágenes. Los recuerdos pasan por olores, sonidos, voces y experiencias, pero principalmente son imágenes; que como reza el dicho, valen más que mil palabras. Y algunas de estas imágenes tienen todavía hoy un poderoso impacto en mi manera de ser, de pensar, de ver el mundo. Una de ellas es la de mi abuela, seria, emocionada, digna, de pie junto a otras personas del pueblo de Porrúa, dentro del pequeño recinto de la bolera municipal, con la mano en el pecho, erguido el ademán, cantando el himno de Asturias. A mí siempre me ha llamado la atención la cosa de los himnos, pero nunca he sentido nada al escucharlos más allá de reconocer y apreciar una virtud puramente musical. Ni con el himno de España, ni con el himno de Cataluña, me ha salido nunca llevarme la mano al pecho. Pero esa imagen, potente, de mi abuela, sí que me emociona. No era nacionalismo, ni nada ideológico, racial o exaltado; no se trataba de eso. La tierrina. El verde asturiano. Sus gentes sencillas. Sus montañas. Su cruda y fría realidad norteña. Su sidra, quesos y fabada. Su ancestral microcosmos. El concepto de patria son estos elementos que nos aferran a un territorio. Y esa imagen, esa maravillosa imagen, ha quedado grabada a fuego en mi memoria y en mi corazón. Si me siento de alguna parte, más allá de mi familia y amigos, es de allí. De la tierra de mi padre. Y de mis abuelos.

La fortaleza de mi abuela, no obstante, estaba lejos de haber soportado las más crudas pruebas, pese a haber superado el fallecimiento de mi abuelo. En diciembre del año 2015, mi padre, su hijo menor, moría en mis manos de un infarto fulminante. Yo no tuve coraje de decírselo a mi abuela. Tuve suficiente con acometer dos de las peores llamadas que he tenido que hacer en mi vida: la primera, a mi tía, para decirle que mi padre, que era como un hijo para ella, había muerto; la segunda, a mi hermano, omitiendo lo que había pasado realmente para evitar que se matara él también conduciendo hacia Granollers. En fin, no ahondaré sobre lo evidente, ni creo que sea necesario decir más. Ni sobre lo que yo padecí ni sobre lo que padeció mi abuela, mi madre, mis tíos, primos, entre otros familiares y amigos. Sólo diré que, durante el desgarrado trámite de la capilla ardiente, se mantuvo horas, y horas, y horas, sentada junto a mi padre. Serena. Despidiéndose a su manera.

Hoy descansan los tres juntos. La elección de la palabra descansar para referirse al estado en el que se encuentran mis abuelos paternos y mi propio padre no ha sido cosa del azar o del convencionalismo, sino una realidad que, por cruda que parezca, debo poner de relieve. Mi abuelo se pasó demasiado tiempo muriendo. Mi abuela, por desgracia, también. Hubiera preferido que un día cualquiera, en uno de sus paseos, o mientras leía, o cuando jugaba a las cartas, de repente, acabara su vida de manera rápida e indolora. O durmiendo. No fue así; y ahora, descansa. En cuanto a mi padre, en fin, descansa porque le tocó, no porque fuera lo que debía hacer. Le faltaba jubilarse, pegarle fuego a la puta furgoneta, comprarse un terreno al lado de mi tío en Asturias y pasarse años cobrando el interés del precio que pagó trabajando. Pero, como he podido comprobar, la muerte viene cuándo y cómo le apetece, sin importarle demasiado nuestros deseos. Al menos, cuando finalmente sucede, ya no sientes ni padeces. Descansas.

Hoy descansan los tres juntos. No he dicho dónde, porque no debería ser relevante. Da igual dónde se encuentren tus restos mortales, aquí, allá o acullá: tú ya no estás allí. Pero el simbolismo es importante. Y a mí, personalmente, me hubiera gustado que descansaran en Asturias, bajo el cielo azul, sobre el verde del campo, en la tierra que tanto amaban. Ahora descansan, sí, pero en un gris nicho barcelonés. La decisión no es mía, por supuesto, y, como he dicho, es puro simbolismo, ya que polvo somos, etcétera; pero una parte de mí entiende que ése hubiera sido el broche, la guinda, el remate final que les hubiera regresado a su verdadero hogar, aunque sea en la inevitable muerte.

Hoy descansan los tres juntos. Pero no en mi cabeza. No en mi corazón. Allí, siguen vivos. Siempre que alguien los recuerde, seguirán vivos. Da lo mismo creer o no creer en religiones, vidas posteriores o negra inexistencia; el recuerdo no depende de la creencia, depende de nosotros mismos. Existe. Igual que existe este artículo, igual que existen las anécdotas que he relatado, igual que los que habéis leído estas líneas existís y pensaréis en personas que no conocéis, dándoles una virtualidad que físicamente ya no tienen. El recuerdo es inmortal. Nunca olvidéis a vuestros seres queridos. Yo, al menos, no pienso hacerlo.

Y mientras yo siga existiendo, ellos también.

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